Mientras, la ronda frenética
que en raudo[1] giro se agita,
más cada vez precipita
su vértigo sin ceder;
más cada vez se atropella,
más cada vez se arrebata,
y en círculos se desata
violentos más cada vez:
[…]
Y a tan continuo vértigo,
a tan funesto encanto,
a tan horrible canto,
a tan tremenda lid[2];
entre los brazos lúbricos[3]
que aprémianle sujeto,
del hórrido esqueleto,
entre caricias mil:
Jamás vencido el ánimo,
su cuerpo ya rendido,
sintió desfallecido
faltarle, Montemar;
y a par que más su espíritu
desmiente su miseria
la flaca, vil materia
comienza a desmayar.
Y siente un confuso,
loco devaneo,
languidez, mareo
y angustioso afán:
y sombras y luces
la estancia que gira,
y espíritus mira
que vienen y van.
[…]
y siente luego
su pecho ahogado
y desmayado,
turbios sus ojos,
sus graves párpados
flojos caer:
la frente inclina
sobre su pecho,
y a su despecho,
siente sus brazos
lánguidos, débiles,
desfallecer.
Y vio luego
una llama
que se inflama
y murió;
y perdido,
oyó el eco
de un gemido
que expiró.
Tal, dulce
suspira
la lira
que hirió,
en blando
concepto,
del viento
la voz,
leve,
breve
son[4].
En tanto en nubes de carmín y grana
su luz el alba arrebolada[5] envía,
y alegre regocija y engalana
las altas torres al naciente día;
sereno el cielo, calma la mañana,
blanda la brisa, trasparente y fría,
vierte a la tierra el sol con su hermosura
rayos de paz y celestial ventura.
Y huyó la noche y con la noche huían
sus sombras y quiméricas[6] mujeres,
y a su silencio y calma sucedían
el bullicio y rumor de los talleres;
y a su trabajo y a su afán volvían
los hombres y a sus frívolos placeres, algunos hoy volviendo a su faena
de zozobra y temor el alma llena:
¡Que era pública voz, que llanto arranca
del pecho pecador y empedernido,
que en forma de mujer y en una blanca túnica misteriosa revestido,
aquella noche el diablo a Salamanca
había en fin por Montemar venido!...
Y si, lector, dijerdes ser comento[7],
como me lo contaron, te lo cuento.
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